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La revolución vertical: o por qué los humanos caminan erguidos

La revolución vertical: o por qué los humanos caminan erguidos

The Upright Revolution 4


Spanish

Patricia Oliver

Hace mucho tiempo los humanos caminaban sobre piernas y brazos, exactamente igual que las demás criaturas de cuatro extremidades. Los humanos eran más veloces que la liebre, el leopardo o el rinoceronte. Las piernas y los brazos estaban más cerca que ningún otro órgano: tenían articulaciones similares y paralelas: hombros y caderas; codos y rodillas; tobillos y muñecas; pies y manos con cinco dedos en los extremos, y uñas en cada dedo de las manos y los pies. La disposición de los cinco dedos era similar desde el dedo gordo del pie hasta el dedo pequeño del pie y desde el pulgar hasta el meñique. En aquellos tiempos el pulgar estaba más cerca de los otros dedos, igual que el dedo gordo del pie. Las piernas y los brazos se decían entre sí primos hermanos.

Cooperaban en llevar al cuerpo a donde éste quisiera ir: al mercado, las tiendas, subir y bajar de árboles y montañas, a cualquier lugar que requiriera desplazamiento. Incluso en el agua trabajaban unidos para hacer que el cuerpo flotara, nadara o se sumergiera. Tenían una relación democrática e igualitaria. También podían tomar prestado lo que otros órganos producían, por ejemplo de la boca, la voz; de las orejas, el oído; de la nariz, el olfato, y hasta de los ojos, la vista.

Su ritmo y coordinación constante ponía a las demás partes del cuerpo verdes de envidia. Les molestaba tener que prestar su genialidad especial a los primos. La envidia no les dejaba ver que las piernas y las manos los llevaban adondequiera, y así empezaron a conspirar contra los dos pares.

La lengua pidió un plan al cerebro y lo puso en acción sin demora. Se empezó a preguntar, en voz alta, sobre los notables poderes de brazos y piernas. Quién era más fuerte, se preguntaba. Los primos, a los que nunca les había importado lo que el otro tenía o podía hacer, pidieron sonido a la boca para reivindicar que uno era más importante que el otro para el cuerpo. La discusión pronto cambió a quién era más elegante; los brazos presumían de los dedos largos y esbeltos de sus manos mientras se burlaban de los dedos de los pies por ser cortos y gordos. Para no dejarse, los dedos de los pies contraargumentaron y se burlaron ¡de la delgadez de los dedos de sus primos muertos de hambre! Y así continuaron durante días, afectando a veces su habilidad de trabajar juntos con eficacia. Al final todo se redujo a la cuestión del poder, y recurrieron a otros órganos para que mediaran entre ellos.

Fue la lengua quien propuso una competencia. Una idea magnífica, todos estuvieron de acuerdo. Pero ¿de qué? Algunos propusieron un combate, una lucha entre brazos y piernas. A otros se les ocurrió un duelo con espadas, malabares, una carrera o una partida de ajedrez o damas, pero descartaron todos por ser difíciles de preparar o injustos para una u otra extremidad. Fue a la lengua, una vez más, después de pedir pensamiento al cerebro, a quien se le ocurrió una solución sencilla. Cada par de órganos propondría un reto por turnos. Brazos y piernas aceptaron.

La competencia tuvo lugar en un espacio abierto del bosque, cerca de un río. Todos los órganos estaban muy atentos a cualquier riesgo, cualquier cosa que pudiera agarrar al cuerpo desprevenido ahora que ellos estaban ocupados en una lucha interna. Los ojos buscaron el más pequeño peligro a lo largo y ancho a cualquier distancia; las orejas se prepararon para escuchar el más ligero ruido a cualquier distancia; la nariz despejó las fosas nasales para detectar mejor cualquier rastro de peligro que pudiera escapar a los ojos atentos y las orejas alertas; y la lengua estaba lista para chillar y gritar: ¡peligro!

El viento propagó la noticia del encuentro por las cuatro esquinas del bosque, por el agua y por el aire. Los animales de cuatro patas llegaron primero; muchos de los grandes traían ramas verdes para mostrar que venían en son de paz. Era un público de lo más colorido: el leopardo, el guepardo, el león, el rinoceronte, la hiena, el elefante, la jirafa, el camello, la vaca de cuernos largos y el búfalo de cuernos cortos, el antílope, la gacela, la liebre, el topo y la rata. Los acuáticos, el hipopótamo, el pez y el cocodrilo, extendieron la parte de arriba del cuerpo en la orilla del río y dejaron el resto en el agua. Los de dos patas, el avestruz, la gallina de Guinea y el pavo real, aleteaban de emoción; los pájaros trinaban en los árboles; el grillo cantaba sin parar. La araña, el gusano, el ciempiés y el milpiés reptaban por la tierra o subían por los árboles. El camaleón caminaba sigilosamente, con cuidado, sin prisa, mientras el lagarto corría sin parar, sin detenerse en ningún lado. El mono, el chimpancé y el gorila saltaban de rama en rama. Hasta los árboles y arbustos se mecían con suavidad, hacían una reverencia y se quedaban inmóviles por turnos.

La boca abrió el concurso con una canción:

Hacemos esto para ser felices
Hacemos esto para ser felices
Hacemos esto para ser felices
porque todos nosotros
venimos de una misma naturaleza.

Brazos y piernas juraron aceptar el resultado con dignidad; sin enojos, amenazas de boicot, huelgas, ni renuncia a sus funciones.

Los brazos pusieron el primer reto: tiraron un tronco al suelo. Las piernas, la izquierda, la derecha o ambas, tenían que recogerlo y lanzarlo. Podían hablar entre ellas en cualquier momento y podían utilizar los dedos, de una o de las dos, como necesitaran para cumplir con la misión. Intentaron darle la vuelta, empujarlo; probaron toda clase de combinaciones, pero no podían agarrarlo como se debía, y lo más que pudieron moverlo fueron unas cuantas pulgadas de una patada. Al ver esto, los dedos pidieron sonidos a la boca y rieron y rieron. Los brazos, los retadores, desfilaron, como si fuera un concurso de belleza, presumiendo de su delgadez y agarraron el tronco de muchas formas diferentes. Lo lanzaron lejos, en la espesura del bosque, provocando un suspiro colectivo de admiración procedente de competidores y espectadores. Demostraron también otras habilidades: agarraron motas minúsculas de arena de un tazón de arroz; enhebraron agujas; hicieron pequeñas poleas para mover los troncos más pesados; hicieron varias lanzas y las lanzaron lejísimos, movimientos y actos con los que los dedos de los pies sólo podían soñar. Lo único que les quedaba a las piernas era sentarse y maravillarse de la demostración de destreza y flexibilidad de sus esbeltos primos. Los brazos de los espectadores aplaudían con truenos de admiración y solidaridad por sus compañeros brazos, lo que enojó mucho a las piernas. Pero no estaban dispuestas a rendirse: mientras estaban ahí sentadas, abatidas, con los dedos gordos de los pies embobados haciendo pequeños círculos en la arena, intentaban encontrar un reto que les diera la victoria.

Por fin llegó el turno de las piernas y los dedos de los pies. Su reto, dijeron, era simple. Las manos debían llevar a todo el cuerpo de un lado del círculo al otro. Qué reto tan estúpido, pensaron los dedos arrogantes. Era algo digno de presenciarse: todo en el cuerpo estaba cabeza abajo. Las manos tocaban el suelo, los ojos estaban cerca de la tierra, con un ángulo de visión seriamente limitado por la proximidad a ésta; el polvo entraba en la nariz, haciendo que estornudara; las piernas y los dedos de los pies flotaban en el aire: nyayo juu, gritaban los espectadores, y cantaban animados.

Nyayo Nyayo juu
Hakuna matata
Fuata Nyayo
Hakuna matata
Turukeni angani

Pero su atención estaba fija en las manos y los brazos. Estos órganos, que tan sólo unos minutos antes habían desplegado un abanico de habilidades, apenas se movieron una yarda. A los pocos pasos, las manos comenzaron a llorar de dolor, los brazos se tambaleaban, temblaban, y dejaron que el cuerpo se cayera. Descansaron y volvieron a intentarlo. Esta vez trataron de abrir los dedos más para agarrarse al suelo, pero sólo los pulgares lograron estirarse. Intentaron volteretas laterales, pero el movimiento fue descalificado por necesitar también de las piernas. Ahora les tocaba reírse a los dedos de los pies. Tomaron prestados de la boca fuertes sonidos guturales que contrastaban con los tonos chillones que los dedos de la mano habían utilizado. Al oír el desprecio, los brazos se enojaron muchísimo e hicieron un intento desesperado por mover al cuerpo. No lograron dar ni un paso. Agotados, las manos y los dedos se rindieron. Las piernas, encantadas de la vida, mostraron sus habilidades atléticas: marcaban el ritmo, trotaban, corrían, hacían saltos altos, largos, sin que el cuerpo se cayera ni una sola vez. Los pies de todos los espectadores golpeaban contra el suelo como muestra de aprobación y solidaridad. Los brazos levantaron las manos en protesta contra semejante falta de espíritu deportivo de las extremidades, olvidando convenientemente que ellos habían comenzado el juego.

Pero todos, incluyendo los espectadores, advirtieron algo extraño en los brazos: los pulgares, que se habían estirado cuando las manos intentaban mover al cuerpo, seguían separados de los otros dedos. Los órganos rivales estaban a punto de retomar sus risotadas cuando notaron algo más: en vez de hacer a las manos menos eficientes, con el pulgar separado podían apretar y agarrar más y mejor. ¿Qué es esto? ¡El poder de la transformación a partir de una deformidad!

El debate de los órganos para nombrar al ganador duró cinco días, el número de dedos de cada extremidad. Pero, por más que intentaran, no lograban encontrar un claro ganador; cada par de extremidades era el mejor en lo que hacía mejor; ninguno podía lograrlo sin el otro. En ese momento comenzó una sesión de especulación filosófica: qué era el cuerpo en realidad, preguntaron todos, y se dieron cuenta de que el cuerpo era todos ellos juntos; dependían los unos de los otros. Cada órgano tenía que funcionar bien para que todo funcionara bien.

Así que, para evitar un enfrentamiento de este tipo en el futuro y para evitar que se estorbaran, todos los órganos decidieron que, de aquí en adelante, el cuerpo caminaría erguido, con los pies firmes en el suelo y los brazos colgando en el aire. El cuerpo quedó contento con la decisión, pero permitiría a los niños caminar a cuatro patas para que no olvidaran su origen. Se dividieron las tareas: las piernas llevarían al cuerpo, pero una vez que llegaran a su destino, las manos se encargarían de todo el trabajo que requiriera hacer o sujetar herramientas. Mientras las piernas y pies hacían el trabajo duro del transporte, las manos se estirarían y usarían su destreza para manejar el entorno y asegurar que la comida llegara a la boca. La boca, o mejor, los dientes, la masticarían y enviarían por la garganta hasta el estómago. El estómago exprimiría todas sus bondades y las haría fluir por el sistema de canales, por los que se distribuirían a todos los rincones y recovecos del cuerpo. Entonces el estómago arrojaría el material usado a su sistema de deshecos y el cuerpo lo depositaría al aire libre o lo enterraría para enriquecer la tierra. Las plantas crecerían y darían fruto; las manos agarrarían las frutas y las pondrían en la boca. Ah, el ciclo de la vida.

Incluso los juegos y el entretenimiento se dividieron como correspondía: a la boca se le asignó cantar, reír y hablar; a las piernas, correr y jugar futbol; mientras que a las manos se les dejó el béisbol y el básquetbol, aunque en estos casos las piernas correrían. En los deportes, las piernas tenían en gran medida toda la cancha para ellas. La clara división del trabajo hizo del cuerpo humano una biomáquina formidable, que aventajaba hasta al más grande de los animales en la cantidad y calidad de sus logros.

Sin embargo, los órganos se dieron cuenta de que este arreglo permanente aún podía generar conflictos. Como la cabeza estaba ahí arriba, podía creer que era mejor que los pies, que tocaban el suelo, o que ella era la patrona, y los órganos por debajo de ella tan sólo los sirvientes. Insistieron en que, en cuestiones de poder, la cabeza y todo lo que estuviera por debajo de ella serían iguales. Para subrayar esto, se aseguraron de que todos sintieran el dolor y la alegría de cada uno de los órganos. Advirtieron a la boca que cuando hablara, no lo haría en su nombre, sino que hablaría por todo el cuerpo.

Cantaron:
En el cuerpo
no hay sirvientes
En el cuerpo
no hay sirvientes
Servimos el uno al otro
Nosotros para Nosotros
Servimos el uno al otro
Nosotros para Nosotros
Servimos el uno al otro
La lengua nuestra voz
Me sostienes, te sostengo
Construimos cuerpo sano
Me sostienes, te sostengo
Construimos cuerpo sano
Belleza es unidad
Juntos trabajamos
por un cuerpo sano
Juntos trabajamos
por un cuerpo sano
La unidad es nuestro poder

Esta canción se convirtió en el himno de todo el cuerpo. El cuerpo lo sigue cantando hoy en día y esto es lo que diferencia a los humanos de los animales o de aquellos que rechazaron la revolución vertical.

A pesar de lo presenciado, los animales de cuatro patas no fueron parte de esta revolución. Eso de cantar era ridículo. La boca estaba hecha para comer, no para cantar. Formaron el partido conservador de la naturaleza y persistieron en sus ideas, sin cambiar nunca sus costumbres.

Cuando los humanos toman como ejemplo la red de órganos, les va bien; pero cuando ven al cuerpo y la cabeza como dos bandos en guerra, uno por encima del otro, se parecen a sus primos animales que rechazaron la revolución vertical.


Read the English translation – The Upright Revolution: Or Why Humans Walk Upright by Ngugi wa Thiong’o
Proofread by Carlos Bajo


Patricia Oliver (@babel11) is a translator, and poetry and microfiction coordinator at Nocturnario magazine (www.nocturnario.com.mx). Her translations include the novel Petals of Blood, by Ngũgĩ wa Thiong’o (Elefanta Editorial, 2014), and short stories and poems in several magazines. She’s about to get her M.A. in Translation from El Colegio de México, with a thesis project on poetry translation. She was born in Spain; she lives in Mexico.

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